Madrid
Son las seis y diez de la tarde de un agradable y tranquilo domingo en la capital del reino. Madrid, somnoliento, disfruta aún de su siesta antes de apurar las últimas horas de otra semana intensa en la gran ciudad. Yo, sentado cómodamente en una confortable butaca de tela, disfruto del agradable ambiente neoyorquino del Only You Hotel Atocha. Llegué hace dos días, desde Santa Cruz de Tenerife, con el fin de emprender una pequeña gran aventura: la que ha de llevarme a visitar un buen número de ciudades repartidas por Europa y Oriente Próximo. Llevo tiempo trabajando en mi primera novela y, tan perfeccionista como soy, no encontré mejor forma de aportar al argumento una mayor credibilidad que embarcarme en una sucesión de viajes por los nueve países en los que transcurre la trama. Mientras doy buena cuenta de una deliciosa y humeante taza grande de café —de las que permiten alargar la experiencia cafetera hasta que el último sorbo se bebe frío—, ultimo los preparativos de mi primera parada, Vitoria-Gasteiz, la capital vasca. Con todo listo —faltan tan solo unos pequeños flecos que aún quedan por cuadrar—, el viaje está a punto de comenzar. Paula, mi buena amiga y compañera de fatigas durante mis aventuras, se ha ocupado como siempre de que todo esté preparado cuidando con mimo cada detalle. Quizás puedas preguntarte qué necesidad tiene un escritor novel, como yo, de viajar en compañía con alguien que le ayude en su trabajo. Puede que no te falte razón, y sin duda esta es una experiencia que podría realizar en solitario, pero, lo cierto es que su compañía me resulta de gran ayuda. Por un lado, siempre es agradable compartir con alguien el camino; por otro, cuando uno tiene la fortuna de encontrar una compañera de aventuras y desventuras tan afín como ella lo es para mí, y además puede llegar hasta donde yo no llego, levar anclas acompañado es algo dado. Paula se ocupa de buena parte de los detalles del viaje: organizar la agenda, concertar entrevistas y realizar las reservas. Además, su gran facilidad con los idiomas hace de ella una fantástica traductora. Siendo amigos desde hace tiempo, y conociéndonos tan bien, no imagino mejor compañera de viaje para afrontar este proyecto. Emocionado con lo que nos espera por delante, expectante, dispuesto, no veo el momento de oír el disparo al aire que señale la salida. Todo atado, listo. Yo, plenamente convencido de que todo irá bien. ¿Podría acaso salir algo mal?
La sacudida del bolsillo de mi pantalón rozándome la pierna me sobresalta. El teléfono no deja de vibrar, silencioso, haciéndose notar con una insistencia endiablada. Trato de sacarlo con la mano que tengo libre —tarea difícil cuando uno lleva puestos unos Levi’s un tanto ajustados y se encuentra completamente apoltronado sobre un cómodo sillón—. A punto de derramarme por encima la taza de café, y cargado de ansiedad por la ruptura de lo que para mi estaba siendo un momento de relax, logro por fin descolgar el pequeño bichejo antes de que deje de vibrar.
—Daniel, ¿cómo estás?
—Muy bien, Pau. Aquí, en el hotel, tratando de cerrar algunos flecos antes de cenar con Óscar. ¿Tú, cómo lo llevas?, ¿preparada para nuestra aventura?
—Pues lo cierto es que no tengo buenas noticias que darte… Acaban de llamarme de la clínica y me han pedido que vaya mañana por la tarde a la consulta. No sé… No creo que sea para nada bueno. ¿Llamarme un domingo, y además con tanta urgencia? Me da mala espina. A Mario, la última vez que le hicieron pruebas, le dieron sin más los resultados por teléfono. ¡Claro que no había nada malo en ellos! El caso es que no voy a poder salir para Vitoria mañana contigo. Ya sabes las ganas que tenía. Además, me sabe fatal dejarte tirado.
—Vaya, cómo lo siento. Seguro que no es nada. Estate tranquila. Ya sabes que a veces las cosas pintan mal y luego no son para tanto. Por el viaje a Vitoria no te preocupes. Voy yo solo y nos vemos en Burgos en unos días, ¿te parece?
—Me parece. De todas formas, voy a tratar de buscar a alguien que pueda acompañarte. Sé que te bastas por ti mismo, pero siempre viene bien que alguien te pueda echar una mano. Al fin y al cabo es difícil que puedas estar tú a todo.
—En serio, Pau, no te preocupes. Por cierto, dale las gracias a Mario por haber conseguido que el doctor Gibson me reciba el martes. ¡No sabes la suerte que tengo de teneros como amigos!
Son las diez y media de la noche. Óscar, JR y yo estamos disfrutando de una agradable conversación en el restaurante La Tagliatella de la calle Atocha. Es un sitio perfecto para reunirse con amigos, la comida es deliciosa, y la decoración muy cuidada. Personalmente, cuando tengo que comer fuera de casa, disfruto tanto del entorno como de la comida. No sé, puede que sea algo un tanto extraño pero, para mí, realmente los sitios que tienen algo especial: una decoración bonita, una música agradable o una atención cercana, hacen que la experiencia de comer se sitúe a otro nivel. Yo, además, no soy un cliente fácil. No como carne ni pescado, y huyo de los productos en exceso procesados o con demasiados aditivos. Después de mudarme a Tenerife, comencé a notar que muchos alimentos me provocaban alergia. Desde entonces cuido al extremo lo que como. En casa, ni tan mal, pero realmente resulta muy incómodo tener que descartar el noventa por ciento de una carta cuando sabes que, sin duda, hay platos en ella para chuparse los dedos. A veces, incluso la totalidad de la carta acaba convirtiéndose para mí en un imposible, y acabo ante la incómoda situación de tener que pedir algo especial. Imagínate qué panorama. La última vez que me ocurrió, acabé comiendo una ensalada de lechuga, tomate, espárragos y aceitunas mientras el resto de comensales se daban un festín. Sinceramente, yo feliz, pero aun con ello resulta bastante molesto que te escruten con la mirada preguntándose si te pasa algo grave en la cabeza o es que simplemente te gusta llamar la atención. Por eso, cada vez que visito una ciudad trato de comer o cenar un día en uno de los restaurantes de esta cadena de franquicias. Suele haber alguno en la mayoría de ciudades que visito, son lugares elegantes y la carta es una delicia. Además, y esto es clave para mí, sé que siempre hay algún plato suculento que puedo disfrutar sin que tenga que incomodar a quienes me acompañan, a quien nos toma nota o al personal de cocina.
Óscar acaba de levantarse para ir al baño y JR aprovecha para responder un mensaje pendiente. Yo, mientras tanto, observo relajado la decoración del local y al resto de clientes. Paseo mi mirada por cada una de las mesas vecinas. Una pareja brinda de forma animada intercambiándose miradas cómplices, otra mantiene una conversación acalorada que suavizan ante la llegada del camarero al que ven aparecer con dos platos en las manos. En la zona contraria del comedor, una familia ocupa una gran mesa en lo que parece ser una celebración de cumpleaños —a su lado se apilan varias cajas de regalos decorados con grandes lazos de colores—. A su lado, un hombre de rasgos árabes ocupa en solitario la mesa que se encuentra más alejada de la nuestra. Degusta lo que parece ser, desde la distancia, una ensalada de verduras frescas. De tez morena y pelo azabache, percibo el intenso azul de su mirada cuando sus ojos expresivos se cruzan con los míos. Como por instinto, inclina su cabeza posando su atención en la ensalada. Viste traje negro y camisa blanca, abierta, sin corbata. Su cuello, robusto, muestra un tatuaje que se pierde por su espalda. Oigo, entonces, un sonido saliendo por debajo de la mesa, ¡pi-pi-pi! Mi teléfono anuncia la llegada de un nuevo mensaje.
—Hola, Daniel. Espero no interrumpir tu cena. Te iba a llamar para avisarte pero he pensado que sería mejor escribirte, así no te molesto. Creo que he encontrado la solución perfecta para tu viaje. Mario había invitado a Miguel hoy a cenar a casa, y se ha presentado con una amiga de la facultad. Resulta que, mientras estábamos tomando unos vinos, ha salido el tema de mi cita de mañana y de que no podré ir contigo como teníamos previsto. El caso es que Sara, la chica que ha venido con él, se ha ofrecido a sustituirme. Cuando le he hablado del proyecto, le ha encantado. Le encanta viajar, y dice que sería genial hacer el viaje contigo a Vitoria. Además tiene un blog y le vendría muy bien la experiencia para poder compartirla en sus redes sociales. Acaba de terminar la carrera y, por lo que me ha dicho, tiene un buen nivel de inglés. Parece una chica muy agradable y aunque es muy jovencita, se le ve muy madura. ¿Cómo lo ves? Yo, cuando me ha dicho que era también de Vitoria, ¡he alucinado! ¡Estaba segura de que encontraríamos a alguien!
Seguro que puedes imaginar mi cara de sorpresa en este momento. Estoy muy acostumbrado a que la vida me sorprenda una y otra vez con situaciones tan extrañas que parecieran sacadas de un mal guion de cine. Quizás sea por cosas como estas por lo que tanto agradezco tener a Paula en mi vida. Realmente tiene una enorme facilidad para provocar situaciones extrañas a su alrededor. Sincronicidades las llaman. No siempre son situaciones agradables, pero sin duda todas ellas, no sé, le dan un cierto aire divertido a la vida. Con ella, uno nunca deja de sorprenderse.
—¿Y esa cara? —me pregunta Óscar mientras se sienta de nuevo a la mesa.
—No sé qué habrá visto en el móvil pero tiene una de esas caras que uno no sabe si ha ganado un premio o le acaban de dar dos meses de vida —apunta JR riendo.
—Pues no sé qué deciros… Acaba de escribirme Pau para decirme que ha encontrado una chica que la sustituya en el viaje a Vitoria. Lo que pasa es que no sé muy bien qué decirle —digo compartiendo mis dudas—. Ya sabéis que no me gustan mucho las sorpresas, y casi prefiero hacer el viaje solo que hacerlo con alguien que no conozco. Pero también es cierto que me vendría muy bien algo de ayuda. El martes tengo una cita con un profesor inglés y el hombre no habla prácticamente español. Así que, con mi paupérrimo nivel de inglés, voy a tener un serio problema…
—Pues va a ser que, o contratas a un traductor o aceptas lanzarte a la aventura. De lo contrario, te veo comunicándote con él como si estuvieseis jugando al Pictionary. Además, lo mismo tienes suerte y esa misteriosa acompañante se acaba convirtiendo en algo más que una ayudante —dice JR con una mueca burlona.
—Va a ser que no. Ya sabes que Daniel lleva una vida monacal en todo lo que tiene que ver con las mujeres —bromea Óscar mientras yo, pensativo, trato de tomar la decisión correcta.
Son las ocho de la mañana cuando accedo a la oficina de Europcar de la estación de Atocha. Tengo reservado un coche para poder partir hacia Vitoria. Firmo el documento de entrega y recojo la llave que el empleado me entrega. A mí espalda, alguien se acerca.
—¿Daniel?
—Sí, soy yo. Debes de ser Sara, ¿verdad? —le pregunto.
—Sí, la misma. Siento haber llegado un poco justa —responde con gesto apurado—. Lo cierto es que he tenido que preparar mi maleta a toda prisa. Ayer, cuando Pau me dijo que habías aceptado que te echara una mano durante este viaje, ya era un poco tarde. Hoy, al despertar, todavía me quedaba hacer parte del equipaje.
—No, tranquila. Está perfecto. Ha sido todo tan rápido que lo que me extraña es que no te hayas echado atrás. Oye, ¿has desayunado algo?
—No, qué va. Salí tan acelerada que no tuve tiempo para nada. Y eso que hoy no salí a correr como me gusta hacer por las mañanas.
—Si te parece, podemos acercarnos al hotel donde he estado alojado estos días y así podrás desayunar algo. Luego con calma saldremos hacia Vitoria.
Después de tomar la segunda taza de café en poco más de una hora contemplando las espectaculares vistas del Only You Hotel Atocha, y de que mi nueva acompañante hubiese dado buena cuenta de un gran bol de cereales con fruta fresca, nos encontramos de camino hacia Vitoria. Son las once y media de la mañana y podemos ver ya, a lo lejos, las agujas de la catedral de Burgos presidiendo la antigua capital del reino de Castilla. Tras ellas se aprecian los restos del antiguo castillo que, en su retirada, las tropas francesas dinamitaron dejando de él tan solo un pequeño recuerdo de la monumental fortaleza que en otro tiempo protegió la ciudad. El entorno, coronado por un cielo plenamente despejado, nos regala una blanquecina estampa que revela el gélido día que puede percibirse fuera. La cencellada dibuja, aún a estas horas avanzadas de la mañana, el contorno de cada elemento que se observa desde nuestro coche hasta donde alcanza la mirada. Cada brizna de hierba, cada árbol, cada rama contribuyen a crear una bella panorámica de hielo. Yo, al volante, disfruto de la carretera. Sara, callada, observa por la ventanilla los hermosos campos de Castilla. Mira su móvil, atenta. Con gran agilidad desliza la pantalla con el dedo, la puntea. Lee, escribe, envía. Y dejándolo nuevamente descansando entre sus piernas, vuelve a perderse en la belleza del paisaje que nos rodea.
Durante buena parte del trayecto hasta alcanzar Burgos, la conversación ha sido amena. Mi joven acompañante se ha mostrado como una mujer llena de entusiasmo, un tanto inocente, pero con un aplomo en su forma de expresarse que delata seguridad en sí misma. Parece una chica muy madura. Se aprecia además, en ella, cierta pausa sana.
—¡Para, por favor!, ¡para! —grita de pronto—. ¡No, no, no!
—¿Estás bien?, ¿qué pasa? —le digo mientras detengo el coche en el arcén, sobresaltado.
—¡Tenemos que volver a Madrid! Por favor, ¡tenemos que volver!
—Tranquila, no te preocupes. Cuéntame qué te pasa —le digo tratando de mantener la calma aunque tengo el corazón desbocado y casi saliéndome por la garganta.
—No puedo ir a Vitoria. ¡No sin mis zapatos! Mira que apunté todo lo que tenía que llevar para no olvidarme nada —me dice mientras las lágrimas amenazan con inundar su mirada.
—¿Tus zapatos? —le pregunto perplejo—. ¿Pero qué tienen esos zapatos para ser tan importantes? Estamos prácticamente llegando. ¡No podemos volver!
—Firmé un acuerdo con una empresa y tengo que subir cada día fotografías vestida con la ropa que me envían. Llevo el vestuario justo que necesito hasta el miércoles, pero me acabo de dar cuenta de que he olvidado meter uno de los pares de zapatos. ¡Necesito los zapatos! —sus lágrimas han dejado de ser una amenaza para convertirse en un manantial de brotes de tristeza y solloza, mientras yo, sin mucho éxito, trato de calmarla.
—A ver, no te preocupes. De verdad, estate tranquila. No sé cómo pero encontraremos una solución —mi corazón parece haber vuelto a latir a su ritmo habitual aunque mi mente se esfuerza en tratar de ver con claridad una situación que, por momentos, se me escapa—. Escucha. Aún no sé cómo pero subirás esas fotos. Solo necesito que te tranquilices. Estamos a poco más de veinte minutos de Vitoria y no tiene mucho sentido que volvamos a Madrid desde aquí. Si hay que volver, poco importará que lo hagamos ya desde Vitoria, ¿vale? Todo estará bien, ya lo verás.
—Es que es algo muy importante para mí, en serio —dice mientras me mira, algo ya más tranquila, tratando de dejar atrás su expresión de niña y de dar paso, de nuevo, a su pose de mujer adulta—. ¡Vamos a Vitoria!
Los últimos veinte minutos de nuestro viaje transcurren en el más intenso de los silencios. Ella ha dejado de mirar por la ventanilla del coche. Su mirada se mantiene sobre la pantalla de su teléfono móvil apagado. Yo peleo conmigo mismo. Una parte de mí taladra mi cabeza de forma acusadora por haber sido tan imprudente como para aceptar emprender un viaje con alguien que ni tan siquiera conocía. La otra, compasiva, solo trata de aportar un poquito de luz a la niña pequeña que viaja sentada a mi derecha, mustia, sin brillo, oscura como la pantalla apagada de su dispositivo móvil. Unas veces mujer y otras: niña.